El háptica, I

Gonzalo Barrena.

Como otras muchas cosas de My Mexican Bretzel, el sonido tampoco responde al concepto habitual de «banda sonora». No es una pista para sobresaltar al público ni un aroma para embobarlo: aliado telúricamente con el silencio, el sonido es un personaje, uno de los más verdaderos porque llega a tocarse. Los jalones sonoros entran en el sistema del espectador a través de la propiocepción háptica.

Las inflexiones acústicas en la narración son discretas. Al rememorar el film, los sonidos regresan sueltos de continente pero formando país, al modo de Cabo Verde, un archipiélago que por su ubicación tiende a mirar a poniente. Como la luz de la tarde, el sonido en My Mexican Bretzel también es tenue, y su tacto -eso esconde el término «háptica»- es cálidamente crepuscular.

Hemos heredado el sistema háptico de la espesura. Nuestros antepasados primates se protegían de la altura con el contacto. Las crías nacían asidas de serie al cuerpo de las madres y poco a poco iban aprendiendo a «soltar-se». A pesar de que nuestra especie se atrevió a descender hasta el suelo, y se irguió y se volvió cada vez más autótrofa, nunca superó del todo la necesidad de contacto. Los individuos que no han sido tocados, acariciados lo bastante, tienden a la agresividad o a la inseguridad, dos formas expresivas de la misma carencia.

El sonido de My Mexican Bretzel, por el contrario, se introduce en los espacios táctiles, infantiles, sutiles, íntimos…del espectador. También en los tejidos dañados por la estridencia cultural, que trata como lumbalgia. Con ondas certeras, profundas, provoca en el oído interior sinestesias exquisitas, y desmonta con habilidad la contractura de la gafa-pasta. Su complicidad con el silencio llega a convertir en voz el texto de los subtítulos, consiguiendo que escuchemos de verdad -y no en realidad- la voz de Vivian Barrett.

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P. D.: en «El háptica II», cada uno de los sonidos.