El háptica II
Gonzalo Barrena.
El cerebro es plástico, flexible, se apaña para resolver por si mismo la interrupción de alguno de sus canales. Cuando no dispone de la vista o el oído, las otras vías de la percepción se agrandan tanto como la paciencia de una madre, y retoman lo perdido.
Un compañero ciego en la Facultad de Filosofía preguntó sin conocerme “¿Cuándo explicó este asunto”, refiriéndose al profesor. Le contesté escuetamente: “Ayer”. Al terminar la clase, se dirigió a mi asegurándome: “Eres asturiano: sois de los pocos que distinguís al pronunciar el sonido semivocálico de la y griega”.
Por otro lado, muchas veces me pregunto por el espacio interior de las personas que no procesan la vibración a través del tímpano. Supongo que las facciones, los más mínimos movimientos de la cara o cualquiera de los signos corporales que componen el aura del lenguaje, llegarán a ellas tan cargados de significación como el olor a pan recién hecho. Pero sobretodo, ¿cómo será un mundo sin ruido?.
Las conmociones discretas del ferrocarril, la vibración de los altavoces, el aire en la cara de las alas del búho, el rotor y el vuelo interrumpido, la percusión de un desfile o cualquiera de los héroes del silencio de My Mexican Bretzel, son posibles porque el tiempo y el espacio de la narración han logrado escapar de la estridencia, de la inflación sonora.
De ahí que en el interior háptico se oiga nítidamente -y sin sonido- la reflexiva voz de Vivian Barret.
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